viernes, 28 de noviembre de 2008

Right Said Fred

Del Leonor es del último lugar del que me acuerdo. Antes habíamos pasado por un bar pequeño en Ámsterdam, donde rompí la puerta del baño. Para ese entonces, ya me ardían las orejas. Nos salimos del Rioma porque había judiciales adentro.
Normalmente las drogas no me hacen alucinar, me hacen pensar menos, pero a estas tachas les hice los mandados. Me las regaló un pelón musculoso que usa camisas de vaqueros con las mangas arrancadas. Un look muy gay y muy ochentero, pero él se decía hetero y moderno. En mi borrachera le cantaba i’m too sexy for my cat él, en la suya, no paró de reír hasta que yo saqué la primera grapa, que diluí en una cuba. Lo acompañaban dos niñas, que también se morían de risa y que se acabaron mi vaso de dos tragos. Pedí cuatro más, y con un limón y otra grapa escarché las orillas de los vasos. El pelón, al que le brillaba impresionante la cabeza, no se la tomó, porque, dijo, el limón le da jaquecas.

Después de llenar de coca un cigarro, (¿cómo una bazooka no le causa ningún dolor?), me pidió que le diera de besos a las dos niñas. Cuando dije que no y bajé las cejas, una de ellas se acercó y me ofreció la pastilla con la lengua. Esos son alicientes y no la lencería, pensé mientras sentía lo seco de sus labios.
Era tarde pero no de día. los tres se despidieron, el vaquero, me dejó una bolsa como con tres o cuatro pastillas. Las puse en un tequila como si fueran Redoxon y antes de fondear el vaso ya estaba sudando.

A lo lejos, Regina se doblaba como un pedazo de papel con un teléfono escrito que doblas guardas en la bolsa del pantalón, los dobleces no eran exactos pero con todo y todo se metió en mi cabeza.

Es difícil sacarse a alguien, porque entra y se va desdoblando, el primer desdoble es en los ojos, la ven en todas partes. El segundo y casi instantáneo es en las manos que hasta en los hot dogs la sentían. Cada veinte minutos sentía otro, y traba de caminar hacia a ella, aunque llevo meses de no saber donde está.
Las orejas me ardían mas que en el bar pequeño de Ámsterdam, donde rompí la puerta del baño. Su voz se estancaba en toda la sangre del lóbulo.

Del Leonor es del último lugar que me acuerdo, llevo buscando a Right said Fred, para que con cubas escarchadas, tachas y besos secos, Regina se doble como pedazo de papel con un teléfono escrito y se me salga por las uñas o por el pelo.

viernes, 21 de noviembre de 2008

La alcantarilla amarilla

Los jueves a las diez de la noche, ya no hay mucha gente sobre Insurgentes, la poca que pasa, la que esta recogiendo puestos o cerrando negocios, se pierde por el efecto de una cruda tardía de cocaína. Es una cruda desierta que no deja que te fijes en nada sólo en el vapor que se levanta de unos vasos de unicel alrededor de una canasta grande de pan sobre una bicicleta a la que le urge pintura.
Veo una ciudad vacía, con rayas de luz roja esporádica, pasando a mi lado. El semáforo lleva el mismo ritmo que mi taquicardia, y la presión que tengo de tanto apretar los dientes hace que pueda caminar derecho. La temblorina en las manos lleva el mismo ritmo que el aire. Me acerco las manos a la cara para quitarme las lagañas y soplarle al frío. La izquierda todavía tiene su olor. Se concentra en dos de los dedos pero se expande por toda la mano. El olor y el sabor son idénticos, un agridulce perfumado que nunca había probado. Una herencia europea, pienso, y vuelvo a olerme la mano. Pero no llega entero, se queda estancado en quien sabe cuanta chingadera que esta perdida en los hoyitos de mi nariz.
Paso cerca del Imperial y la música, me recuerda que se me antojó una cerveza hace dos cuadras, pero recuerdos que llegan como pintados en crayola, hacen que me de cuenta de que los dos últimos doscientos pesos, se los dimos al poli que nos consiguió las tachas. El cajero no me da más lana porque sacamos el máximo, para ir al Sodoma y andar entre billetes y toallas.
Me vuelvo a oler la mano, y me acuerdo de los escalones naranjas y pequeños que hay en su casa. Me siento la ampolla en el pulgar, me acuerdo del té negro a las siete de la mañana. Mordidas de cafeína para sus ojos prismacolor.

Cuando llego a Chilpancingo la ciudad sigue vacía, ya no hay mucha gente sobre Insurgentes, la poca que pasa, la que esta recogiendo puestos o cerrando negocios, se pierde por el efecto de una cruda tardía de cocaína. Es una cruda desierta que no deja que te fijes en nada sólo en el vapor que se levanta de una alcantarilla amarilla, sobre el paso peatonal.
En la estación del Metrobus la espera es mas larga con mi pierna derecha meneándose como loca. Frente a mi un espectacular que anuncia jeans, tiene su nombre en una letras chinas espantosas. Yo llevo mi mano izquierda a la nariz y el camión se acerca con las torretas dando vueltas. El olor es el mejor transporte, el único sin escalas, sin esperas.